Había una vez un Bosque Mágico.
Era un bosque donde las hadas volaban libremente, las charcas se llenaban de ranas saltarinas y las mariposas revoloteaban llenando las ramas de los árboles con sus alegres y vivos colores. Los árboles se elevaban fuertes y protectores tendiendo sus ramas a quienes necesitaran cobijo.
Era tan mágico que era un bosque nómada. El bosque se movía allá donde fueran sus singulares habitantes para protegerles y servirles de refugio.
La cooperación era una de sus enseñanzas y fortalezas, tanto que hasta los osos llevaban a los pingüinos de paseo en su lomo, los canguros albergaban a los erizos en sus bolsas sin miedo a dañarse con sus púas o los duendes ayudaban a las zarigüeyas cuando no encontraban guarida.
Nada era casualidad ni aleatorio, ya que el equilibrio se mantenía gracias a su Guardiana.
La Guardiana del Bosque Mágico poseía un halo de amor envolvente y la gracia de la risa. Y junto con su leal Guardián y su dulce perrita color canela custodiaban el bosque con equidad, cariño y empatía.
Era un trabajo cansado cuidar aquel hermoso y activo lugar, pero lo hacían con amor y entrega, porque sabían que era su legado y que formaban el mejor equipo para cumplir la importante misión de crear un mundo mejor en aquel pedacito de tierra mágica.
Aquel bonito equipo de tres vivía múltiples y hermosas aventuras guiado por la magia, el amor y la sabiduría emocional.
No siempre era fácil pero, especialmente cuando no lo era, cogían fuerzas los unos de los otros y se cuidaban entre ellos con abrazos de veinte segundos y risas, muchas risas.
Un día “La Guardiana Del Bosque Mágico” recibió una joya encantada de Malaquita y plata. Unos pendientes que, al tocarlos, la ayudarían a canalizar sus poderes en los momentos más duros y cansados, que la ayudarían a recordar quién era y la repercusión que ella y su equipo tenían en cada uno de los habitantes mágicos que confiaban en su amor y su sabiduría.
Con amor, Ari.


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